El contexto
cultural nos condiciona desde pequeños a valorar de forma diferente unos
sentimientos de los otros. Por ejemplo, hay un tópico muy extendido, que por
suerte cada vez se dice menos y que todos conocemos: “Los niños no lloran” (las
niñas, en cambio, sí tienen permiso para llorar).
Estos
condicionantes culturales varían mucho de un país a otro. El grupo cómico El
Tricicle hizo una gira mundial llevando su humor a diferentes escenarios.
Explicaban que, en Finlandia, la gente no reía, sólo aplaudía tímidamente:
mientras hacían su primera representación allí, estaban padeciendo arriba en el
escenario, convencidos de que su espectáculo no les hacía ninguna gracia, quizá
no lo entendían, tal vez les ofendía... La crítica periodística les dejó por
las nubes. Simplemente, su expresividad cultural es diferente de la latina, a
la que estaban más acostumbrados. Otro fenómeno, tristemente curioso, ocurrió
durante la guerra de Vietnam, el personal sanitario internacional constató que
los niños pequeños no sabían sonreír... Nadie sonreía: no habían aprendido...
Más allá de la
influencia cultural, está la familia. Hay una especie de código, no escrito,
que nos enseña la familia. Los pequeños observan a sus familiares y les imitan.
En una familia muy alegre, que siempre ríe, los niños aprenden a reír. Los
padres miedosos transmiten sus miedos a los hijos. Los padres que están
perpetuamente enfadados o se pelean a gritos, enseñan a expresar la rabia como
sentimiento habitual a los hijos. Será hacia la adolescencia, cuando la persona
se desmarca de la familia y conoce otras maneras de vivir, que tomará
conciencia de que hay otras formas de sentir y expresar y decidirá cuales
adopta. Pero no siempre es así: los patrones de comportamiento tienden a
repetirse de una generación a otra. Están grabados en el inconsciente. Hay que
tomar conciencia para poder cambiarlos...
Pero, ¿hay
sentimientos prohibidos? ¿Qué son?
Recuerdo una
familia que perdió a diversos familiares durante la guerra civil. La madre
estaba de luto. Continuaba de luto, después de muchos años. No se permitía
celebraciones, no reía nunca. De alguna manera, se creía en la obligación de “venerar”
o “dignificar” la memoria de sus difuntos, injustamente asesinados. Y lo
transmitió a los hijos. Yo conocí a la hija, ya adulta, que era una persona de
aspecto serio y formal. Con los chistes, esbozaba una tímida sonrisa. En las
fiestas nunca bailaba. Después de un trabajo terapéutico, llegó a la conclusión
de que no tenía permiso para manifestar la alegría. En su casa se consideraba
una falta de respeto hacia los antepasados difuntos. No recordaba que nadie se
lo hubiera dicho, simplemente, cuando de pequeña se ponía a reír o a bailar, la
madre le clavaba una mirada severa y reprobadora. Tuvo bastante con unas pocas
de estas miradas para aprender que estaba haciendo algo “mal hecho”. Este
aprendizaje se quedó anclado en su inconsciente para siempre. Era una persona
seria y formal y no sabía por qué, hasta que lo pudo trabajar y se liberó de la
prohibición parental. Como no podía ser de otra forma, eligió un marido serio y
formal. No hubiera soportado estar al lado de una persona alegre y bailarina...
De la misma
forma que se prohíbe la alegría, también hay familias que prohíben llorar o
manifestar el miedo, porque se considera una debilidad. “No llores, que haces
el ridículo”, “pareces un niño pequeño”. O las burlas al miedo: “¿De qué tienes
miedo? Pareces tonto...” etc.
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