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La entrada en la ancianidad (3)


Al principio de estos artículos sobre los ancianos, distinguíamos entre tercera y cuarta edad, debido a cómo se ha alargado la vida de las personas.

Dentro del grupo que llamamos “la tercera edad” están aquellas personas que tienen buena salud y vitalidad, ganas de hacer cosas.

 

Una de las ocupaciones frecuentes de estas personas, es la de cuidar de los nietos. Si bien para ellos es un motivo de alegría y una excusa para seguir activos, también hay casos en que esta obligación les ocupa gran parte de su tiempo y les impide hacer otras cosas.



También hemos hablado del ocio, como una forma sana de ocupar el tiempo. Pero hablemos de las características psicológicas de esta etapa de la vida.
 
Hemos visto las diferentes etapas de la vida, qué cambios suponen, cuáles son las metas a conseguir en cada una de ellas y cómo se pueden superar positivamente. Cuando la persona tiene la sensación de haber superado una etapa, de haber hecho aquello que tenía que hacer, estará satisfecha con ella misma y con la vida. Pero cuando una etapa no se supera, no se consigue aquello que se esperaba, eso provoca un malestar, que se puede alargar en el tiempo. No siempre se puede conseguir lo que uno se propone, y también es preciso saber adaptarse a las circunstancias y superarlo. Si la persona “falla” en más de una etapa de la vida, la renuncia y el malestar pueden instaurarse como un sentimiento permanente. Son estas personas mayores que da la sensación de que están “amargadas”. Probablemente no han conseguido lo que se habían propuesto en su vida y no lo han aceptado. A medida que la persona se va haciendo mayor, cada vez es más difícil “recolocar” un pasado del que no se está satisfecho. Por eso es importante enfrentarse a los problemas cuando aparecen y no dejar que se hagan crónicos.
 
Una de las cosas a las que se tendrá que enfrontar el anciano, es asumir que el final se va acercando, que cada vez queda menos tiempo y que hemos vivido más cosas de las que nos quedan por vivir. Esto crea una sensación de “prisa”, que también se tendrá que superar. Son esas personas mayores que siempre van corriendo, que se quieren colar en la cola del supermercado y que cruzan el semáforo en rojo. La angustia de la prisa es uno de los sentimientos que convendrá superar. También la experiencia pierde intensidad, desaparece la pasión por las cosas.

 

También surge en esta etapa una especie de “sabiduría”, una perspectiva sobre la vida y sobre uno mismo, diferente. Se relativizan cosas, la escala de valores se recoloca. Hay un sentimiento de trascendencia, de que nuestro paso por este mundo ha de tener algún sentido, que dejamos alguna aportación, alguna obra.


 
A medida que la salud y las capacidades se van deteriorando, se tendrá que aceptar y también, tarde o temprano, se tendrá que asumir la dependencia en los demás. Para personas que han sido muy independientes, esto se hace especialmente difícil.
 
La experiencia pierde intensidad, desaparece la pasión por las cosas.

La entrada en la ancianidad (2)

Continuando con las personas mayores, hablaremos también de cómo ha cambiado la vida de nuestros “abuelos” en una o dos generaciones.

Hasta hace una generación o dos, las familias vivían juntas en la misma casa, especialmente en el ámbito rural. Convivían bajo el mismo techo los más mayores, los jóvenes (hijos, hijas, yernos y nueras) y los más pequeños de la familia. Esto, por un lado enriquecía la transmisión de las tradiciones, los nietos disfrutaban de la presencia y proximidad de los abuelos, mientras los jóvenes salían a trabajar. Pero también se daba una jerarquía dentro de la organización familiar muy diferente a la que se da ahora. Los más mayores de la casa eran los que mandaban. Se les solía hablar de usted y eran los que tomaban las decisiones, por encima de sus hijos en edad laboral. Su opinión no sólo era escuchada y respetada sino que se valoraba. Tenían un status de consejeros de la familia. Las abuelas, eran las “amas de casa” y las hijas y nueras tenían que obedecer. Para poder “mandar” los jóvenes tenían que esperar su turno, el de convertirse en los mayores de la casa.



Hoy en día, esto ha cambiado mucho. En pocos años, nuestras personas mayores han pasado del rol de “patriarcas” de la familia a “ignorados”. Los jóvenes toman las decisiones por ellos: son los jóvenes quienes deciden llevarlos al centro de día, ingresarles en una residencia o ponerles una persona que les cuide. Evidentemente, el ritmo de la vida moderna, el hecho de que, a menudo todos trabajan fuera de casa y no les pueden cuidar, ha propiciado esta situación, pero más allá de la cuestión logística, hay un tema más profundo. Estamos inmersos en una cultura que valora lo nuevo, la última tecnología, el último aparato electrónico. Un aparato de 5 años está absolutamente obsoleto. Hay una tendencia a menospreciar lo viejo, lo que “no sirve”, lo que está anticuado o pasado de moda. Estos conceptos se hacen extensivos a la gente mayor. Hoy en día se tiende a “aparcar” a los abuelos. Su opinión, sus consejos, a menudo se consideran anticuados y poco valiosos. Tal vez convendría escucharles un poco más, y pensar que podemos aprender alguna cosa de ellos, y que son personas que tienen mucha experiencia de la vida, que han vivido situaciones difíciles y que nos pueden aportar puntos de vista diferentes de los nuestros, que nos ayudarán a enriquecernos como personas.

Por otro lado, todo y que siempre ha habido “abismos generacionales”, en las últimas generaciones ha habido cambios sociales, de mentalidad, de forma de vivir muy importantes: las personas que ahora tienen más de 70 años, nacieron en plena época franquista, donde reinaba la censura, la moral católica era la que dictaba las normas de comportamiento, donde las mujeres tenían que llegar vírgenes al matrimonio, el divorcio no existía, la mujer casada no trabajaba fuera de casa, etc. Había un montón de normas sociales establecidas que no se podían saltar: un hombre no entraba en la cocina, ni iba a comprar, ni cambiaba los pañales a los bebés. El domingo se comía en casa de los abuelos... Estas personas, que se han hecho mayores, han tenido que adaptarse a todos estos cambios, aceptar que las hijas vayan a vivir con la pareja sin casarse, que la nuera cobre más que el hijo, que la nieta juegue a futbol y que los hijos les visiten una vez al mes, por poner algunos ejemplos. Y aquí entra en juego la capacidad de adaptación de cada persona: algunos, con un poco de esfuerzo, lo han aceptado. Otros, no. Y se crean situaciones de mucha tensión entre abuelos y jóvenes.

La entrada en la ancianidad (1)

Hemos visto hasta ahora las principales etapas de la vida, sus características y los cambios de una etapa a la otra, que pueden causar una serie de crisis. El paso de la infancia a la adolescencia, de ésta a la juventud, el adulto de mediana edad y el adulto maduro. Vemos ahora lo que se ha llamado de diferentes formas: la tercera edad, los abuelos, la gente mayor, etc.
 
La vida de las personas se ha alargado mucho y tiende a hacerlo más. La edad a la que las persones se hacen “mayores” cada vez es mayor, debido a las condiciones de vida, la alimentación, la higiene, los avances de la medicina, etc. Y también han cambiado mucho las condiciones en que las personas se hacen mayores. Cada vez hay más personas mayores con una fortaleza y un estado de salud que les permite llevar una vida plena y activa. Desde hace unos años se habla de tercera y cuarta edad. La tercera edad sería aquella en que la persona ya no tiene obligaciones laborales, se jubila, pero está activa y con ganas de hacer muchas cosas. La cuarta edad sería aquella en que la persona, por sus condiciones físicas, empieza a depender de los demás y se vuelve mucho más sedentaria. Hablemos, pues, de este primer grupo, el de los ancianos activos y vitales.
 
Hasta la década de los 60 del siglo XX no se fomentaba la cultura del ocio. La vida de las personas giraba en torno al trabajo, las obligaciones y la familia. Sólo los festivos se permitían hacer algún “extra”, que acostumbraba a ser comer con la familia o algunos amigos. Sólo algunos hombres acostumbraban a “ir al bar”, y las mujeres no tenían actividades de ocio.
A partir de esta época se empieza a promover la cultura del ocio. Esto tiene que ver con el desarrollo económico de todo un sector, pero también tiene una consecuencia importante en la vida social y la psicología. La variedad de ofertas de ocio es cada vez más amplia: bailes de todo tipo, deportes variados al alcance de todos, cantar, tocar instrumentos, manualidades y expresión artística, esoterismo, grupos de ayuda mutua, talleres de escritura, de lectura, grupos excursionistas y un largo etc. de opciones para no aburrirnos.
 
 
Cuando nuestros abuelos se jubilaban, a menudo caían en depresión. Su vida, que estaba centrada en el trabajo (y ni siquiera en las tareas domésticas o el cuidado de los niños), dejaba de tener sentido. La idea de “ser productivo”, de ser “útil a la sociedad” les hacía sentir que ya no “servían para nada”, que eran un estorbo para la sociedad, que ya no tenían nada que aportar al mundo. En el caso de las amas de casa esto no pasaba, porque ellas seguían trabajando en las tareas domésticas mientras tenían fuerzas para hacerlo.
 
 
Esto, por suerte, ha cambiado. Las nuevas generaciones que llegan a la jubilación, ya han vivido en la cultura del ocio. Ya se han acostumbrado a tener aficiones. Las aficiones ayudan también a tejer una red social, de amigos y conocidos. Aún hay personas que han centrado su vida sólo en trabajar, pero cada vez son menos. Una parte de las energías de la persona se centra en el esparcimiento y las aficiones. Por eso es tan importante no centrar nuestra vida en un solo objetivo.