A menudo oigo a
la gente mayor una frase hecha del tipo “es que la juventud de hoy no aguanta
nada”, “les cuesta muy poco separarse”. Estas frases me indignan. Y no se
ajustan a la realidad. Romper una relación de pareja es difícil. Muy difícil.
Hay implicaciones de todo tipo: sociales, económicas y sobre todo, emocionales.
Aproximadamente la mitad de los clientes que acuden a mi consulta lo hacen por
una crisis de pareja o a consecuencia de una separación “mal curada”. No es tan
fácil separarse...
Enamorarse es
fácil. Sentir atracción o química hacia otra persona, dejarse seducir, dejar
salir a nuestro niño o niña interior nos gusta a todos. Pero de ahí a construir
una relación de pareja sólida y duradera, hay una gran diferencia. El paso del
enamoramiento a una relación estable pasa por muchos procesos: descubrir quién
es realmente la otra persona, una vez se nos pasa el primer estado de pasión
ciega, aceptar al otro con sus defectos y manías, adaptar la vida, costumbres,
aficiones, etc. de dos personas a un “todo” integrado, requiere de tiempo,
paciencia, mucha comunicación, negociación, capacidad para renunciar a ciertos
individualismos en favor de la pareja, compromiso...en definitiva, ganas de
construir una relación de pareja. Romper todo esto no es fácil. Y pensar con la
cabeza cuando nos enamoramos, tampoco. Y esto nos lleva muchas veces a un
callejón sin salida, o a una salida dolorosa y traumática.
Nadie se separa
por gusto. Cuando una persona decide separarse, seguramente ha llegado a un punto
de frustración muy elevado. Se ha intentado reiteradamente hablar, negociar,
conciliar y arreglar situaciones. A pesar de tomar la decisión, sea individual
o conjuntamente, se intenta una y otra vez recuperar la relación. Aunque muchas
veces nuestra parte más consciente y razonable nos dice que una relación es
inviable, nuestros sentimientos nos dicen lo contrario. Y se crea una fuerte
lucha interna, entre lo que objetivamente vemos que es lo correcto y la fuerza
de nuestros sentimientos, que nos gritan lo contrario. Es una lucha contra
nuestros sentimientos. Es doloroso, es difícil. Siempre hay dudas, momentos de
pensar que tal vez aún se pueda arreglar. En medio de toda esta lucha interna,
están los componentes externos: cuanto más tiempo llevemos con una pareja, más
vínculos hay: las familias, los amigos comunes, las aficiones, una casa, una
hipoteca, muebles, deudas, hijos...aún complica más esta difícil decisión.
Las
separaciones de mutuo acuerdo son escasas. La mayoría de veces, uno de los miembros
de la pareja toma la decisión. A menudo me planteo quien lo tiene más difícil:
si la ruptura es dolorosa, dejar a la otra persona, ser “el malo de la
película”, no es fácil. Y ser la persona a la que dejan, añade un componente de
daño en el amor propio, en la autoestima, que será necesario recomponer. Si
añadimos aquí las infidelidades, aún hay más dolor, más destrucción de la
autoestima.
Tomar la
decisión de separarse no es nada fácil. Cuando acude una persona a mi consulta
en un estado límite, en que no soporta más la relación, yo le escucho y le
acompaño en este difícil proceso, sea cual sea su opción. Pero sé que hay un
punto de no retorno, un punto en que la persona se ha cansado de luchar para
mantener la relación, de intentarlo una y otra vez y ha tirado la toalla. A
pesar de ello, se encuentra entonces con que la pareja generalmente no quiere
separarse y está dispuesta a hacer lo que sea para salvar la relación. Y la
situación se alarga, se vuelve a intentar. Se sacan fuerzas de donde parece que
no quedan. Lo ideal sería no empezar una relación simplemente porque hay una
atracción: valorar si esta persona realmente encaja conmigo, con mi proyecto de
vida, con mi forma de ser y de vivir... pero, ¿es esto posible?
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