Cuando alguien
se junta en pareja, pone tiempo y energía en la construcción de la relación. Se
prioriza a la pareja por encima de otros ámbitos de la vida como pueden ser los
amigos y las aficiones. Esto es normal, incluso sano. La renuncia a una parte
de nuestra individualidad es necesaria para encajar nuestro proyecto vital con
el de la otra persona. Pero, ¿qué pasa con todo esto cuando la relación se
rompe?
El primer
contratiempo que nos encontramos es el miedo a no poder seguir adelante solos.
El apoyo familiar nos puede ayudar mucho en estos momentos, tanto a nivel
logístico (horarios de los niños si los hay, mudanzas...) como económico:
acostumbra a haber una pérdida de poder adquisitivo en toda separación. Pero
más allá de las cuestiones prácticas, el apoyo moral es importante. Debido a
una cuestión generacional, aunque cada vez menos, aún hay padres que no aceptan
de buen grado que los hijos se separen, sufren mucho por el bienestar de los
nietos, y no lo ponen nada fácil.
Hay muchas
personas que se marcharon de casa de los padres cuando se fueron a vivir en
pareja: lo lógico para ellos, es que una vez rota la pareja, vuelvan a casa de
los padres... y no entienden que, generalmente, la persona no quiera volver, y
quiera mantener su independencia a cualquier precio.
A esto hay que
añadir una cuestión de género: hasta hace pocos años no se concebía la idea de
que una mujer viviera sola, y menos si tiene hijos. Esta idea, está arraigada
en nuestro inconsciente, y hace que muchas mujeres duden de su capacidad para salir
adelante sin un hombre al lado. Uno de los aprendizajes importantes es que, sí
se puede: no resulta fácil, pero tampoco es imposible. Será necesario superar
esa incertidumbre.
Por descontado,
que hay personas que no contarán con el apoyo familiar, porque no tienen
familia, o porque están lejos o son demasiado mayores, o hay una mala relación
con ellos: en cualquier caso, tengamos o no apoyo, será necesario seguir
adelante con nuestros propios recursos.
Los primeros
tiempos son difíciles: habrá que re-adaptar horarios, economía, logística, etc.
A todo esto, hay que sumar toda la parte emocional: tristeza, miedo, soledad,
rabia... habrá que gestionar y re-situar todos estos sentimientos, mientras se
reconstruye la propia vida.
Pasamos por una
situación de duelo, de pérdida, que con el tiempo se irá superando. Hay
momentos de todo: de sentirse bien, de añoranza, y de profunda tristeza.
La rabia y el
rencor hacia la ex-pareja también dificulta muchas cosas. Para muchas
situaciones sociales, hay leyes “no escritas” de comportamiento que nos
facilitan nuestra forma de actuar: todos sabemos cómo comportarnos en una boda,
cuando nos presentan a una persona nueva o en una cena de compromiso. Pero no
nos han enseñado cómo debemos actuar con la ex-pareja. Hay muchas películas y
series de televisión que nos dan la imagen de relación perfecta, de mucha
tolerancia, de “buen rollo”. Esto se puede alcanzar cuando se ha gestionado el
duelo, se ha perdonado, se ha superado la rabia y el rencor... pero es irreal
al principio: aún me encuentro con personas que creen que puede haber amistad
después de cortar una relación... Es normal que haya una mezcla de
sentimientos: rabia, tristeza, añoranza... incluso una parte de atracción hacia
el otro, que no nos debe confundir. Es bastante frecuente que, después de
separados, durante un tiempo, algunas personas sigan manteniendo relaciones
sexuales esporádicas con la ex-pareja: no todos se separan “de golpe”.
También es
frecuente tener fuertes discusiones por cualquier motivo, o aprovechar
cualquier ocasión para cargar toda nuestra rabia contra el otro. No hay que
olvidar, que lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Pero para
llegar a no sentir “ni frío ni calor” hacia el otro, se necesita tiempo,
reflexión y mucho trabajo personal.
En cuanto a
cómo repartirse a los hijos, regímenes de visita, custodia compartida y cómo se
gestionan los sentimientos de tristeza y soledad cuando los hijos no están,
merece un artículo aparte.
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